Uso de drogas, ley penal y los Derechos Humanos

 Martín E. Vázquez Acuña

 

1.- Introducción

Tanto el consumo de estupefacientes como los casos de infección por vía intravenosa van en aumento en Latinoamérica, y muy especialmente en Brasil y Argentina[1].

La incriminación del uso de drogas en varios países en este continente ha contribuido a dicho crecimiento, pues dificulta de modo ponderable las actividades de asistencia y prevención, a lo que se suma la ausencia de estrategias alternativas.

Advirtiendo las trágicas consecuencias que conlleva mantener la actual política, los ministros de salud de los países iberoamericanos -aunque, aun hoy, en muchos de esos Estados la misma no ha sido modificada-  señalaron en una declaración de 1993: “Nos preocupa la importancia de las drogas inyectables en la expansión de la epidemia del SIDA  en la región, así como las posturas políticas y las normas jurídicas en relación con el uso de drogas, que han limitado la implementación de medidas eficaces de prevención y control de HIV/SIDA entre usuarios de drogas y entre parejas sexuales. Por ello “recomienda revisar las políticas político-jurídicas relacionadas con el uso de drogas con el propósito de asegurar y facilitar la implementación de acciones de prevención y control de VIH/SIDA entre usuarios  de drogas y parejas sexuales, dentro del marco del conocimiento del tema y de las experiencias nacionales e internacionales (Recomendación 4º de la Reunión sobre “Salud y Desarrollo: SIDA, una cuestión social y económica”, Brasilia, 24 al 27 de mayo de 1993)

2.- Tendencias legislativas

Se advierte, en los últimos 25 años, en nuestra Latinoamérica, un endurecimiento en el aspecto legislativo con relación a la “lucha” contra la droga; y especialmente se presenta ese intento de “combatir” la comercialización de estupefacientes a partir del usador, involucrándolo en esta actividad, sancionando directa o indirectamente el consumo de drogas.

De la mano de las distintas convenciones internacionales en materia de estupefacientes, cuyo principal promotor resulta ser Estados Unidos, gran parte de los países de Latinoamérica y del continente europeo adscriben a la política de “tolerancia cero”, lo que implica instaurar normativamente una política de control total del ciclo de la droga.

El movimiento jurídico[2] internacional en materia de drogas, fuertemente liderado, se reitera, por Estados Unidos, y muy centrado en las drogas procedentes de los países del tercer mundo[3], surge fundamentalmente a partir de la Comisión Internacional del Opio de Shanghai (1909) y encuentra su primera traducción en el Convenio de la Haya del 23 de enero de 1912, siendo sus hitos principales el “Convenio sobre Represión del Tráfico Ilícito de Drogas Nocivas” (Ginebra 1936), el “Convenio Único de Estupefacientes (New York 1961) y su enmienda de 1972, el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 en Nueva York y la Convención de las Naciones Unidas contra el Trafico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas (Viena 1988).

Como bien lo señala De la Cuesta Arizmendi[4], los países ratificantes de las distintas convenciones han buscado de manera exclusiva, como una única respuesta al problema de las drogas, al sistema penal, obligándose a tipificar como delito la posesión de estupefacientes para consumo personal, claro está, bajo la condición de que lo autorice el sistema interno. Se intenta buscar en la norma penal, parafraseando a Pound, que la ley haga el trabajo que es propio de otros espacios, llámense agencias sociales, de salud pública, etc.

3.- Principales Orientaciones en materia de política criminal concernientes a los usuarios de drogas.

Diversas son las respuestas que dan los países al consumo de estupefacientes y a la tenencia para uso personal. Los principales lineamientos resultan ser:

a) Están aquellos que consideran delito a la conducta de posesión y/o consumo de estupefacientes, con la alternativa de poder suspender el proceso o la ejecución de la sentencia si el usuario se “somete” a un tratamiento terapéutico. (Entre otros, Alemania, Argentina, Brasil, Uruguay, Italia, Venezuela).

b) Hay otros que lo incriminan como una mera contravención. (Por ejemplo, Suiza y Colombia).

c) Asimismo, hay países que han desincriminado dichas acciones. (Así tenemos, Grecia, España, Bolivia y Perú).

d) Después se encuentran los países que, no obstante que en su legislación interna se penaliza dicho proceder, atendiendo al principio de oportunidad, los fiscales y/o policías no promueven la acción. (Por ejemplo Holanda e Inglaterra).

En cuanto a qué sustancias deben considerarse “drogas ilegales”, algunas legislaciones intentan una definición a partir del concepto de “dependencia” (Francia); o de influencia sobre el sistema nervioso central (Inglaterra); o de ambas (Grecia). Otros cuerpos legales evitan toda descripción, remitiendo la determinación de las sustancias consideradas drogas a las listas aprobadas por el Ministerio competente o a la precisión de los órganos jurisdiccionales (Dinamarca, Italia y España). Dentro de esta última tendencia se encuentran países que exigen que, además de la necesidad de encontrarse incluidas dichas sustancias en los listados, las mismas produzcan dependencia (por ejemplo, Argentina y Brasil).

Como es fácil advertir, los países que siguen este ultimo procedimiento delegan en manos del poder Ejecutivo (un ministerio) determinar qué conducta es ilícita, pues, es él quien rellena la norma penal al establecer qué sustancia constituye una “droga ilegal”, poniendo en serio peligro el principio de legalidad. Debemos destacar que las leyes internas, por ejemplo las de Argentina y Brasil y de casi toda Latinoamérica, en principio, han aceptado como sustancias ilegales las incluidas en las listas 1, 2, 3 y 4[5] de la Convención de New York de 1961, 1971 y 1988, de Viena.

4.- Discusión sobre la represión del consumo de estupefacientes (Principales Argumentos).

Quienes postulan la incriminación del consumo, ya sea en forma directa o indirecta sostienen:

    a) Que la conducta de consumir estupefacientes resulta violatorio de normas éticas, por lo que el Estado estaría autorizado a penalizar dicho proceder; o que el Estado debe intervenir para salvaguardar el bien jurídico salud individual o colectiva, pues es interés de la sociedad impedir la autolesión.

  b) Que el castigo del consumo implicaría una reducción en la demanda, y que por este medio indirecto se arruinaría el negocio del tráfico.

  c) Que el consumidor es la vía para descubrir el traficante, por lo menos a aquellos que son protagonistas del llamado “tráfico hormiga”.

  d) Que el consumo de drogas constituye en sí mismo un hecho de alta peligrosidad, ya que puede conducir a la realización de  delitos en estado de drogadicción.

e) Que existe una tendencia del “adicto” a compartir el uso, que respondería a razones de naturaleza psicológica y también de conveniencia, en razón de que de esa manera se facilitaría el propio abastecimiento.

La corriente que propugna la descriminalización, a la cual adhiero, entiende que:

a) La norma penal solo puede reprochar conductas que perjudiquen el bien jurídico de terceros, quedando excluidas todas aquellas realizadas en el ámbito de privacidad y que no produzcan tal efecto negativo (sobre esta afirmación me extenderé al hablar sobre el principio de autonomía).

b) Que este tipo de legislaciones de naturaleza perfeccionista no buscan en realidad sancionar conductas, sino el carácter de “vicioso” que le asigna al usador de estupefacientes, reprimiendo “personalidades” y no “acciones” como demandan los pactos y convenios internacionales en materia de derechos humanos (principio de culpabilidad). El ser drogadicto o usuario de drogas al que le asignan una tendencia a “contagiar” constituye ser el motivo de la imposición de una pena, y no el consumo y tenencia de drogas.

Semejante concepción, afirma Zaffaroni[6], no puede conducir más que a un feroz desastre para el ser humano: no se nos prohiben ciertas conductas sino nuestra personalidad. No debemos dejar de cometer ciertas conductas para que no se nos pene, sino cambiar nuestra personalidad.

 Al respecto Szasz nos alerta que: “Las drogas tienen un gran potencial de influencia evidentemente para bien o para mal sobre nuestros cuerpos. En consecuencia necesitamos esas asociaciones privadas y voluntarias -y en algunos casos también gubernamentales- para mantenernos fuera del peligro que representa la heroína, la sal o el exceso de grasa en la dieta. Pero una cosa, dice el autor citado, es la “información” que nos dan nuestros supuestos protectores acerca de lo que ellos consideran sustancias peligrosas, y otra muy distinta es el castigo que se nos aplica si no estamos de acuerdo con ellos o desafiamos sus deseos[7].

c) Que la incriminación de la tenencia o del consumo en modo alguno constituye la herramienta idónea para prevenir el fenómeno del consumo de drogas. La experiencia nos indica que la criminalización funciona como un sistema autoreproductivo. Como lo señala Baratta[8]; gran parte de los daños sociales y de salud relacionada con este consumo son consecuencia de la prohibición. Los efectos de la penalización, nos señala Hügel[9], llevan a una marginalización de los consumidores y solo logran, desde hace mucho tiempo, inducir a prejuicios entre la opinión pública. A causa de la prohibición, y por miedo a la persecución penal, los consumidores ven obstaculizado su acceso a la asistencia sanitaria

d) Que sin perjuicio de que algunos usuarios o adictos pasen a formar parte de la cadena de comercialización, y de la situación de inculpabilidad que puedan plantearse, no cabe penalizar la tenencia de estupefacientes sobre la base de un peligro futuro. En todo caso, el estado debe intervenir con relación a las organizaciones que se aprovechan de la necesidad que tienen “ciertos” adictos de hacerse de las drogas.

e) Que cuando se relaciona el aumento de la comisión de delitos con el consumo de estupefacientes, no obstante no existir una relación directa verificable, dicho dato no autoriza a penalizar dicha acción, si no los ilícitos que se perpetren; muchos de los cuales se verían justificados o disculpados por alguna “necesidad”, o por el “estado” en que se encuentre el autor.

f) Que utilizar a los consumidores para llegar al traficante parece insostenible por dos fuerte razones. La primera, fuera de cosificar al usuario al ser utilizado como instrumento, sostener que el arresto del simple consumidor resulta ser una herramienta idónea para llegar al traficante, entraña afirmar que para una eficaz represión del aparato de comercialización de drogas el Estado debería fomentar el consumo con lo que tal actividad sería más visible y se  contaría, además, con innumerables proveedores de información. Desde otro punto de vista, pensar que el consumidor, al ser clasificado como delincuente, estaría a disposición de la autoridad para poner en evidencia al proveedor, significa argumentar sobre la base de prácticas de prevención del delito correspondiente a una estructura de costumbres autoritarias que entraña riesgos no menos graves que el propio consumo, pues implica el reconocimiento de un hábito que se encuentra penalizado.

g) Que al penalizar la tenencia el usuario sufre una estigmatización definitiva como “delincuente”, etiqueta que le es impuesta por la misma comunidad que debería proporcionarle la asistencia necesaria; el usuario, condenado por este ilícito, tendría un antecedente criminal que lo acompañaría en el futuro, causándole un daño irreparable al dificultarle seriamente acceder a un trabajo, circunstancia que constituye una consecuencia contraproducente en su inserción social.

h) Que, por último, este tipo de políticas conspira contra la supuesta “lucha” contra el narcotráfico porque tanto la agencia policial como la judicial se abarrotan de este tipo de procesos, impidiéndoles dedicarle el tiempo necesario a las investigaciones de envergadura.

4.- La respuesta penal en conflicto con los derechos fundamentales

Al reprimirse el uso de drogas, ya sea en forma directa o indirecta, una serie de derechos fundamentales que se encuentran contenidos en convenciones y pactos internacionales en materia de derechos humanos, llámese “Declaración Universal de Derechos Humanos”, “Convención Americana de Derechos Humanos”, “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos” y “Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales”, “Convención sobre los derechos del Niño”, “Convención sobre eliminación de toda forma de discriminación de la Mujer” y la “Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes”, se ven afectados.

I) Derecho a la Privacidad y respeto al principio de “Autonomía “.

El legislador, al incriminar el uso de drogas, para asegurar el no consumo, invade un ámbito que le esta vedado, como es el de la privacidad, y se entromete en el derecho de autodeterminación, que implica la libertad de las personas de elegir y desarrollar sus propios planes.

Aseguran estas garantías la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su artículo 11 incisos 2 y 3; el pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en su artículo 17; y la Convención Internacional sobre los Derechos de Niño en su artículo 16.

Para justificar dicha punición se ha echado mano a  argumentos perfeccionistas o paternalistas, tales como que el consumo de drogas implica una autodegradación moral; o que se busque desalentar el uso de estupefacientes porque constituye una autolesión; o que al reiterarse socialmente dicha conducta se genera un daño social.

Como bien lo hace notar Nino, el argumento perfeccionista a favor de castigar la tenencia de estupefacientes con el fin exclusivo de consumo personal, está descalificado por el principio de autonomía de la persona. Ello no es óbice para señalar que el envilecerse y degradarse no puedan ser considerados en un contexto no jurídico; sólo significa ,como decía Francesco Carrara, que “las funciones de un legislador que no degenere en tiránico, no deben confundirse con las de un moralista.”

 El supuesto interés del estado de proteger la salud de los individuos no puede interferir una conducta  que es susceptible de ser valorada por el agente como relevante a su plan de vida libremente elegido, y  que no implique un riesgo apreciable de generar causalmente perjuicios relativamente serios a intereses legítimos de terceros, no incluyendo entre estos las meras preferencias de los demás acerca del modo de vida que la gente debió adoptar.

No es que los tratados internacionales consideren un derecho fundamental consumir estupefacientes, porque no es el derecho fundamental que los mismos tutelan; el derecho fundamental innegable que dichas Cartas Magnas internacionales protegen es el “derecho a elegir no consumirlas”, es decir el derecho a ejercer mi autonomía moral.

Como señala Zaffaronilos tratados internacionales y las propias constituciones no amparan la degradación, pero respaldan el derecho a elegir el perfeccionamiento, conforme a lo que la conciencia moral de cada hombre le indique por “perfeccionamiento” y, por ende, por “degradación”.

No debe olvidarse que el hombre es eje y centro de todo el sistema jurídico y en tanto fin en sí mismo, su persona es inviolable. El respeto por la persona humana es un valor fundamental, jurídicamente protegido, con respecto al cual los restantes valores tienen siempre carácter instrumental, y  los derechos de la personalidad -entre los que se encuentra el señorío sobre su cuerpo- son esenciales para ese respeto de la condición humana.

 Tampoco tiene asidero la penalización del consumo por el hecho de constituirse en una conducta reiterada socialmente. Ello por cuanto, como bien lo hace notar Zaffaroni, la responsabilidad penal es eminentemente personal. El Estado solo puede responsabilizarme por lo que hice, y no por lo que hacen otros, y menos por lo que los otros podrían llegar a hacer. A guisa de ejemplo cabe señalar que si hurto una billetera en un transporte colectivo, no se me puede aumentar la pena porque haya otros que también lo hacen; porque se me está usando como una cosa para asustar a otros y, por ende, se me desconoce mi condición de hombre como persona. Las circunstancias de que otros realicen la misma conducta en modo alguno implica que el límite de la privacidad pueda ser traspasado. De sostenerse lo contrario cualquier conducta reservada podría criminalizarse, por ejemplo, las prácticas homosexuales, bajo el pretexto de que se pone en peligro la permanencia de la raza humana.

La situación no puede ser más paradójica, reflexiona Muñoz Conde, “Al ciudadano se le permite beber alcohol hasta caer en redondo, que se le invite en toda reunión social, fiesta o celebración, a fumar y libar toda suerte de bebidas alcohólicas; el que se le deje en libertad para suicidarse, autolesionarse o automutilarse, el que se lo deje arruinarse en el bingo o consumir o comprar por encima de todas sus posibilidades, no se lo deja en cambio adquirir o consumir las drogas que se declaran ilegales; curiosa protección a la salud esta que solo se dispensa, incluso obligatoriamente, respecto a unas sustancias y no respecto a otras que son nocivas o más que las ilegales”.

Voltaire entiendo que condensa la regla que debe primar “No estoy de acuerdo con lo que Ud. toma pero defenderé hasta la muerte su derecho a hacerlo” (parafraseado por Szasz).

También se allana la voluntad del usuario, cuando se lo somete a un tratamiento coactivamente, medida que ha demostrado ser inútil, atento a las recidivas que se han podido constatar en los últimos años en los países que han adoptado este tipo de respuesta.

Compartiendo tal juicio, Hügel afirma que bajo la presión penal y la participación activa de la profesión médica en el control social del comportamiento del desviado, las terapias coercitivas impuestas por los tribunales produjeron altos porcentajes de fracasos por su carácter de “ayuda forzada”.

II) El acceso a la salud

Al reaccionar el sistema con medidas de represión penal, criminalización y terapias forzadas se afecta gravemente el derecho a la salud de los usuarios de drogas. El derecho a la salud se encuentra garantizado por la Declaración Universal de Derechos Humanos en su art. 25; el Pacto Universal de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en su art. 12; la Convención sobre los Derechos del Niño, en sus arts. 24, 25 y 26 y la Convención sobre la Eliminación de toda forma de Discriminación de la Mujer en su art. 12.

Este derecho supone para los usuarios de drogas la posibilidad de demandar actividades de prevención tendientes a reducir el daño que pueda producir su consumo y la atención sanitaria que demande en razón de la atención de su adicción.

Ahora bien, como ya se indicara, la ilegalización del consumo de estupefacientes restringe dicho derecho, por cuanto:

a) Ante el solo hecho de encontrarse penalizado el consumo de drogas, ya sea de modo directo o indirecto, los usadores clasifican en la categoría de “delincuentes” y, en consecuencia, pasan a ser marginados por gran parte de nuestra comunidad obstruyendo seriamente cualquier intervención en materia de prevención y asistencia, haciéndolos más vulnerables.

b) La respuesta penal condiciona el contacto del drogadependiente con las instituciones sanitarias u otros organismos, toda vez que identifican los mismos con la agencia policial o judicial, representándose el riesgo cierto de ser detenidos. Ello trae aparejado que una porción importante de usuarios de drogas no se acerquen a los centros de atención voluntariamente, privándolos no solamente de la acción terapéutica que necesite a raíz del consumo, sino también de la atención médica que urgen otras patologías (hepatitis, SIDA, cáncer, endocarditis, embolias, abscesos pulmonares, etc.) y la posibilidad de recibir información acerca de cómo evitarlos (por ejemplo, con relación al virus HIV el uso de condones, descontaminación de agujas, etc.).

c) La no implementación de medidas de reducción de daños, como el suministro de sustancias sustitutas a las drogas, o las campañas de distribución de jeringas y agujas o de elementos descontaminantes, por la falsa suposición de que dicha acción constituirá un ilícito penal, no solo permite que el virus siga transmitiéndose por distintas vías, sino que trae varias consecuencias en lo social, en lo económico, en lo cultural y en criminológico.

En esta inteligencia se considera que la norma penal que sanciona el uso de drogas resulta ser irracional, porque además de ser ineficaz para proteger el bien jurídico salud (individual o colectivo) que dice tutelar, contribuye a dañarlo, al promover la persecución penal de los sujetos destinatarios de las actividades de prevención y asistencia.

Scheener, describiendo la atmósfera represiva en que le toca vivir al usuario, piensa “Quién sabe cuantas veces fueron rechazados por los padres y perseguidos por la policía, utilizados por los pretendientes y estafados por los dealers con heroína impura (y agregaríamos, cocaína), humillados en las terapias forzadas y también discriminados en las cárceles, intercambiando jeringas no esterilizadas con otros adictos y no pudiendo dejarse curar las enfermedades por no tener una obra social o por no animarse a reclamar por un médico

III) Principio de legalidad y razonabilidad

La imposición de una medida de seguridad que implique la reclusión de un usuario en un establecimiento para llevar a cabo su “tratamiento”, reviste la naturaleza de una sanción, ya que lo priva de ciertos derechos fundamentales, de ahí que la misma deba estar rodeada de las mismas garantías que se reconocen a las penas.

En este sentido, como señala Donna, con relación a las medidas de seguridad se debe acatar el principio de legalidad, que no solo implica que una persona debe tener conocimiento de la descripción típica legal del hecho (en qué consiste el delito), sino también de sus consecuencias, o sea de la pena que le corresponde a dicho ilícito penal. En otras palabras, la norma, además de establecer cuáles conductas constituyen un delito, debe forzosamente precisar  “la medida máxima de la pena”. Este principio es de aplicación a las medidas de seguridad de tratamiento en que medie internación compulsiva, por lo tanto, la “indeterminación” de su duración es contraria al principio mencionado.

El principio de legalidad es recogido por la declaración Universal de Derechos Humanos en el art. 11 inc. 2º, por la Convención Americana de Derechos Humanos en su art. 9 y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en su art. 9 inc.1º.

La medida de seguridad resulta “irrazonable” en cuanto que un usuario al que el Estado supuestamente debe “ayudar”, se ve afectado en sus derechos en una medida mayor de lo que hubiese correspondido en caso de condenárselo con el máximo de la pena privativa de la libertad prevista para el delito.

La imposición de una medida curativa debe tener, como toda respuesta penal, un límite que es el de la pena fijada como consecuencia del ilícito cometido, de otro modo, no guarda relación con el fin buscado, que aparece  como la protección del usuario y de terceros.

IV) El principio de humanidad de las sanciones penales

Del principio de humanidad de las penas se deriva la proscripción de cualquier forma de trato cruel o inhumano de aquellas personas que se encuentren privadas de su libertad.

La Declaración Universal de Derechos Humanos en su art. 5º, la Convención Americana de Derechos Humanos, art. 5º inc.2; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en su art. 10 y la Convención Universal sobre Derechos del Niño, en su art. 37, incs. a y b, constituyen la malla protectora de las personas que son internadas como consecuencias de una sanción.

La respuesta estatal basada en terapias coactivas debe ser catalogada de inhumana, pues se fundamenta en la ideología de la “abstinencia”, la cual se enlaza con la teoría del “sufrimiento” al decir de Hügel, que justifica las más aberrantes formas de abordaje: instituciones terapéuticas ubicadas en lugares despoblados y sujetas a un duro régimen disciplinario; interdicción de contactos familiares por períodos prolongados y otras formas de afectación de los derechos humanos, a cuya rebeldía corresponde un rótulo de “resistente” o no “colaborador” con la terapia que lo acerca a cárcel.

5.- Estrategias alternativas - Medidas de reducción de daño

La política de criminalización y de “tolerancia cero” ha evidenciado causar graves perjuicios, como ya se indicara,  tanto en el ámbito del sistema penal como en el campo de la salud.

 En atención a ello, varios países han instrumentado acciones tendientes a reducir los impactos negativos en el área sanitaria, social y económica que el uso de la droga involucra. Son múltiples y variadas las actividades que  desde 1985 se han emprendido en tal sentido: entre otras, programas de suministro de sustancias sustitutas de las drogas (los llamados programas de Metadona), que se llevan a cabo en Estados Unidos, Holanda, Inglaterra, Francia, Canadá, España, Alemania y Suiza, entre otros; actividades de distribución o intercambio de jeringas o agujas, de elementos de limpieza y/o material educativo, que explican el modo de utilización de dichos elementos para evitar los riesgos asociados con su uso, que promueve, además de los países ya señalados, Brasil, más precisamente el Estado de San Pablo; programas de prescripción de drogas, que vienen desarollándose en la región de Mersey, Inglaterra, lugar en el que se prescriben estupefacientes para ser consumidos bajo la forma de cigarrillos con la idea de modificar el modo de uso ( también Suiza ha adoptado este tipo de acción); programas de asistencia en las calles tendientes no solamente a contactar a los usuarios sino a brindarles atención médica y distribuir materiales (la Ciudad de Rotterdam, Holanda, mantiene un programa de asistencia con relación a prostitutas extranjeras ilegales que trabajan en el puerto, y que resulta de sumo interés por el modo de abordar este grupo vulnerable).

Los objetivos de esta política de reducción de daños son:

a) Contactar las agencias de salud con los usuarios con objeto de que estas brinden la ayuda que aquellos necesiten (desintoxicación, tratamiento, etc.), como así también la de distribuir jeringas, materiales desinfectantes, condones, etc. y servirles como puentes con otros servicios.

b) limitar el contagio del virus HIV y de otras enfermedades por vía intravenosa.

c) reducir el consumo de drogas.

d) evitar que el drogadicto consuma estupefaciente que sean rebajados con sustancias espurias y que son mucho más peligrosas que la propia droga.

e) buscar solucionar la situación familiar, laboral y social del usuario.

f) disminuir  las conductas asociales motivadas por la adicción y que son impulsadas por la criminalización.

Las medidas enumeradas pueden instrumentarse aun dentro de los sistemas que prohíben la tenencia de estupefacientes para uso personal, pues son lícitas.

En efecto, el hecho de desarrollarse programas de las características ya señaladas no implica en modo alguno un elogio público de las virtudes y mérito de los estupefacientes, ni tampoco que alienten a alguien al consumo de drogas, que serían las conductas prohibidas por algún tipo penal, pues quienes son sus destinatarios resultan ser usuarios que ya están drogándose.

Aun cuando se entendiera que efectivamente dichas intervenciones estarían contempladas como delitos en alguna norma penal, cabe afirmar que nos encontramos frente a acciones atípicas (figuras no descriptas en las normas penales), ya que las mismas tienden a reducir un riesgo para el bien jurídico (salud pública o individual) que busca proteger. En este sentido Roxin afirma que lo que reduce la probabilidad de una lesión no se puede concebir como dispuesto finalmente respecto a un menoscabo a la integridad corporal (Zaffaroni propone la misma solución a partir del concepto de atipicidad conglobante); otros autores entienden que la acción sería lícita o irreprochable por mediar un estado de necesidad justificante o disculpante).

Por último, cabe mencionar que la gran mayoría de las legislaciones autorizan la prescripción médica de estupefacientes por razones terapéuticas, ejemplos cercanos, fuera de las prácticas en Inglaterra, resultan ser las legalizaciones llevadas a cabo en los Estados de Arizona y California (Estados Unidos) respecto de la prescripción médica de marihuana para enfermos terminales

6.-Conclusiones

I.- La penalización del consumo de estupefacientes es irracional porque vulnera el bien jurídico (salud individual o colectiva) que, supuestamente, la norma esta destinada a proteger.

II.- Al Estado le esta vedado reprimir conductas que se realizan dentro del ámbito de privacidad, e interferir en el derecho a la autodeterminación que tiene toda persona, no pudiendo ser anulados dichos derechos en aras de un afán perfeccionista o paternalista.

III.- La criminalización de dicho proceder y la imposición de medidas de seguridad curativas vulneran derechos humanos amparados por convenciones y pactos internacionales en esta materia.

IV.- La represión del consumo marginaliza a los usuarios de drogas al convertirlos en “delincuentes”, dificultando gravemente su derecho al acceso a la salud.

V.- Las medidas terapéuticas coactivas, no solamente no constituyen un medio idóneo, sino que cabe caracterizarlas como inhumanas, al fundarse en conceptos como el de “abstinencia” y el de “sufrimiento”.

VI.- La no determinación de un límite temporal de las medidas curativas vulnera el principio de legalidad y el de racionalidad.

VII.- La coacción implica un factor importante en la expansión de la epidemia del SIDA debido a que los grupos vulnerados legislativamente ven limitados sus derechos a ser beneficiados con actividades de prevención, entre ellas las que tienden a reducir el daño originado por el consumo de drogas y a recibir asistencia sanitaria.

VIII.- Que a los efectos de reducir las consecuencias negativas sanitarias, sociales, económicas y criminológicas que trae aparejado el consumo de drogas, la implementación de medidas de reducción del daño constituye una estrategia adecuada, según lo demuestra la experiencia de los países en que se ha llevado cabo.

IX.- Las actividades que se desarrollen con la finalidad de reducir el daño resultan lícitas, aun dentro del contexto de aquellas legislaciones que reprimen el consumo de drogas.

X.- Los gobiernos deben adoptar una política respetuosa de los derechos humanos, descriminalizando a los consumidores de drogas, que las legislaciones consideran ilegales, que libres de la persecución penal puedan acceder a mayores ofertas de ayuda y a la igualdad legal con respecto a los consumidores de drogas legales para que puedan, independientemente del consumo de sustancias ilegales, integrarse a un sistema de protección.



     [1] Boletín sobre el SIDA en la República Argentina, elaborado por el Ministerio de Salud y Acción Social- Programa Nacional de Lucha Contra los Retrovirus del Humano y SIDA”; Boletín Epidemiológico AIDS, Ministério de Saúde, Secretaria de Assistência á Saúde. Programa de Doenças Sexualmente Transmissiveis/AIDS. 

     [2]Cuesta Arzamendi-”Las drogas en el Derecho penal Internacional” en Las drogas; reflexión multidisciplinar- Cuadernos de extensión Universitaria, Bilbao, 1987.

     [3] L. Hulsman y H. Van Ransbeek “Evaluation Critic de la politique des drogues” “Déviance et societé”, 3, 1983, págs. 373 y ss.

     [4] Cuesta Arizmendi, op. cit. 

     [5] J. L. Días Ripolles, “La actual política criminal sobre drogas- Una perspectiva comparada”, Ed. Bosch,

     [6] R. E. Zaffaroni, “Tratado de Derecho Penal”, Tomo III, pág. 189.

     [7] T. Szasz, “Contra el Estado Terapéutico- Derechos Individuales y Drogas”, publicado en “El imperio de la droga”, Fontamara, México, 1992.

     [8] A. Baratta, “Introducción a una sociología de la droga - Problemas y contradicciones del control penal de las drogadependencias” en Tráfico y Consumo de Drogas. Una visión alternativa., UNAM-ACATLAN, México, 1991

     [9] C. R. Hügel, “La política de drogas y el paradigma de enfermedad”, Biblioteca de Ciencias Penales, Depalma, pág. 70

     [10]C. S. Nino, ”Ética y  Derechos Humanos”, Paidós, págs. 260.

     [11]C.S. Nino, Op. cit., pág. 269.

     [12] R. E. Zaffaroni, “Tenencia de Tóxicos Prohibidos”, Jurisprudencia Argentina, Octubre 15, 1986, pág. 31 y ss. 

     [13] F. Muñoz Conde y B. A. Acosta, “Drogas y derecho penal”, “La actual política criminal sobre drogas-Una perspectiva comparada”, págs. 575 y 576.

     [14]C. R. Hügel, op. cit.

     [15] S. Scheener, 1986, pág. 111, citado por C.R. Hügel, op. cit., pág. 44.

     [16] E. Donna, “El problema de la indeterminación temporal de las medidas de seguridad”, Suplemento de Jurisprudencia Penal -mayo 1997- L.L.

     [17] R.E. Zaffaroni, op. cit., Tomo V, pág. 114; J. B. Santamaría, “Derechos Humanos y Privación de Libertad” en “Cárcel y Derechos Humanos”, Compendio de Iñaqui Rivera Beiras, pág. 114 y ss.

     [18] C. R. Hügel, op. cit. págs. 41 y ss.

     [19] D. Riley, “Drug policy- Harm reduction around the world”, Rev. Canadian HIV-AIDS- Policy, Law; Nelles-Jaachin and Fuhrer, Andreas, “Drug and HIV- Prevention at the Hildelbank Penintentiary”; Rene Mol, Eelco Otter-Angelique Van Der Meer, “Drugs and AIDS in the Netherlands- Interest of drug users (M.D.H.G.)”.

     [20] F. Mezquita, Disertación en el “Encuentro sobre SIDA y Drogas”- “Situación y Perspectivas en el Cono Sur”- 27 de septiembre de 1997.

     [21] C. Roxin, “Problemas básicos del Derecho Penal”, pág. 131 y ss.

     [22] R. E. Zaffaroni, op.cit., Tomo III, pág. 532 y ss.

     [23] Propuesto 215 de California y 200 de Arizona, adoptadas por plebiscito.